Autor: Javier Fz. de Troconiz.
Nota. Esta entrada refleja la opinión de su autor. En ningún caso debe entenderse como la opinión formal de Secot.
La jubilación es un cambio radical en la trayectoria vital de cualquier persona. A ella se llega después de muchos años de trabajo, sea por cuenta ajena, sea como autónomo. A veces viene sobrevenida por hechos fuera del control y voluntad del jubilado; en otros casos es predecible y se espera con ansiedad, sea anhelada o no tanto.
Nos vamos a fijar en un aspecto de la jubilación, lo que supone de ruptura del esquema que nosotros y la sociedad, todavía tiene respecto de la jubilación y el jubilado.
En tiempos pasados no había una delimitación tan rotunda entre tiempo de trabajo y tiempo de no trabajo. En las sociedades agrarias la aportación de trabajo empezaba desde la niñez, Los que íbamos a la casa de nuestros tíos labradores en el verano sabemos bien qué, después de una rápida selección nos encomendaban alguna tarea, de acuerdo con nuestras posibilidades, desde las más livianas, traer agua de la fuente, por ejemplo, a otras más complejas. Hoy estas prácticas serian tildadas de explotación infantil. Ahora está de moda la formación dual, pero hay que recordar que los pioneros en algo parecido, me acuerdo de la Universidad de Mondragón, que tenían programas para compatibilizar trabajo y estudios, como forma de financiarse los estudios también, tuvieron que modificar los programas porque los padres no querían que los hijos trabajasen, así se podrían concentrar en los estudios, además de ser, posiblemente, un símbolo de estatus.
En sentido semejante las personas mayores no dejaban de aportar algo a la actividad económica familiar, fuese agrícola o comercial. En la labranza y ganadería seguían haciendo cosas, de acuerdo con sus posibilidades hasta el final de sus fuerzas. En negocios de autónomos seguían yendo y haciendo lo que ellos y sus sucesores pactaban, con el miedo a una temida inspección de la Seguridad Social que amenazase su pensión.
En definitiva, hemos pasado a una clara división, trabajo, jubilación.
En tanto que trabajadores, sobre todo por cuenta ajena, hemos permutado, talento, mano de obra y tiempo, en distintas proporciones cada cosa, por salario.
Ese trueque, trabajo – dinero, ha contribuido a distorsionar la percepción sobre el trabajo y el no trabajo. Acostumbrados a él, cuando dejamos de trabajar difícilmente concebimos que se pueda trabajar, es decir dedicar talento, mano de obra o tiempo; sin percibir a cambio dinero. Hay otras formas de retribución que pueden ser tan o más satisfactorias que la monetaria.
En sentido contrario, si recibimos dinero por no hacer nada, nos podemos sentir mal, sobre todo después de tantos años de trabajo. Es como si estuviésemos viviendo de la caridad, en el peor de sus sentidos. No es raro que jubilados y especialmente prejubilados arrastren u sentimiento de inutilidad, con síntomas mentales y físicos negativos.
La pensión debiéramos verla como un salario diferido, que hemos ganado. Esto se dice, pero a veces la procesión va por dentro.
Como el trabajo se considera una maldición divina, nuestros deudos y amigos quieren que en la jubilación nos lo pasemos bien y se nos ofrece viajes, centros donde se juega las cartas o se baila. Sin duda actividades gratificantes pero que, muchas veces, no llenan ni todos los días, ni todas las inquietudes de un jubilado. La jubilación no debe ser un retorno infantiloide a la niñez. Además, el niño que trabajaba aportaba algo a la actividad familiar, no era más feliz que el que no lo hacía.
En fin, dejamos esas ideas para reflexionar sobre uno de los aspectos de la jubilación.